Café de Montmartre, S. Rusiñol.
"Se van también los viejos cafés donde nos fuimos convirtiendo en escritores, deshojando las flores, malgastando la vida y soñando en la gloria. Porque el café fue siempre el hogar de los que vivimos de alquiler, defendiéndonos de la propiedad en el calor de la tribu: cafés con pianista, merenderos de parque donde se quedaban las manos heladas y era más fácil darse un beso que acabar un verso, cafés de velador de mármol y divanes rojos, tabernas de puerto y de mala vida [...] o los cafés de Viena, donde se volvieron amarillos los periódicos de nuestra juventud, en aquellos días mágicos que convertían las cartas en flores, las hojas en abanicos, y la pena de escribir en una especie de alegría; sin saber por qué, pero sin preguntarse nunca cuánto.”
"El esnobismo de las golondrinas", Mauricio Wiesenthal.
Algún día te contaré que todavía no he ido a ninguno de esos cafés. Que no sé cómo huele el café tostado en un rincón de Viena y tampoco puedo imaginarme el Orient Express atravesando Asia, con Mata-Hari dentro. Que ni siquiera soy vieja todavía. Ni siquiera nada, todavía. Pero que aquí estamos, que siempre hemos estado aquí. Que la gente en los cafés ha estado siempre allí. Que el escritor del abrigo largo que se sienta al fondo, siempre estuvo allí, al fondo. Que tú siempre estás ahí y tú siempre serás ese escritor: fumándolo todo, probándolo todo, viviéndolo todo. Que yo siempre estaré aquí, del otro lado, siempre-siempre-siempre. Aunque tú estés muy entretenido escribiendo y no levantes la cabeza ni siquiera cuando la camarera te sonríe. Aunque no me veas, algún día te diré por qué no puedo oler el café tostado, ni los charcos al salir, ni la música que hace tin-tín en el gramófono, ni el amor, ni la vida.
Algún día te contaré que estoy naciendo todavía.
Rocío.